Wilfrido H. Corral: Crítica y decadencia cultural

Condición crítica, de Wilfrido H. Corral*, es una tentadora, vivaz, invitación a dialogar sobre la teoría y el ejercicio de la crítica y los estudios literarios. Merece ser leído con el mismo ethos crítico que defiende y promueve.

La incitación al diálogo viene desde la factura misma del libro: casi la mitad es el registro de una intensa conversación entre el crítico ecuatoriano y su coterráneo, el escritor y editor Marcelo Báez Meza. El resto es un compendio de cinco críticas ejemplares de la copiosa cosecha de Corral, reunidas a tal efecto por primera vez, tras revisiones, ajustes, retoques y otras actualizaciones. Ambas partes armonizan, de modo que las opiniones, tesis, impugnaciones y, en general, visiones del principio —es decir, ‘teorías’, según los griegos— se realizan en ejercicios críticos concretos. De ello resulta un volumen útil para todo estudioso de la crítica literaria, sea un practicante avezado de esa disciplina, sea uno de sus futuros cultores en ciernes, sea el lector movido por la pura curiosidad o por un interés indefinido en la materia.

La fecundidad teórica de la primera parte se sustenta en el rigor con el que finalmente fue labrada. Es justo alabar la constancia y la lucidez con la que Marcelo Báez hizo que Corral expusiera sus polémicas ideas acerca de la crítica literaria actual y de los ambientes ideológicos en los que concrece, tras un año de conversaciones y lances epistolares. Y ese primer tramo del libro opera ahora como un corpus teórico vivaz y ameno (como sucede con todo genuino diálogo) por la honradez intelectual y la generosidad de Corral y la acuciosidad no complaciente de su interlocutor, Báez Meza. No será una dimensión menor del libro la posibilidad que también ofrece de conocer mucho mejor la persona y la andadura intelectual de Corral y, más que eso, constatar la evidencia de una vida consagrada a comprender y juzgar la literatura siempre actual —en especial, la narrativa— con fundamentos estimables. Corral es una encarnación de la condición crítica y eso salta a la vista en este volumen nombrado justo con el término que designa esa virtud.

Condición crítica reúne un haz de tesis y provocaciones teóricas que difícilmente podrían ser abordadas in toto con provecho, en una reseña como esta. Ciertamente, un «crítico hiperactivo» como Corral —como lo califica Báez Meza— está destinado a vivir y proponer una amplia gama de visiones. No es de extrañar que un volumen producido en Ecuador, para dar cancha a un prominente crítico ecuatoriano, forjado y probado en algunas de las principales instituciones académicas norteamericanas y con una notable proyección internacional, trate de dar cuenta de los nexos de Corral con la literatura y la crítica literaria practicadas en su país.

En lo esencial, este asunto queda zanjado no solo por las repetidas declaraciones del autor, sino también por el sentido de su obra crítica: Corral no es ecuatorianista, y se deslinda de la labor de quienes han optado por esa vertiente de los estudios literarios (aunque no por ello niegue su pertinencia): «No definirme como ecuatorianista no significa menospreciar esa preferencia o no reconocer que parte de esa ocupación ayuda a definir nuestros valores», precisa. El sustento radical de esa postura es el universalismo de Corral: su rechazo a todo provincianismo, incluyendo el que también se perpetra y pretende imponerse en ciertas ínsulas de la academia estadounidense, donde no falta el monolingüe presto a proclamar que «la lengua de la crítica es el inglés» ni el maese hispanófono que lo coree. Por eso, incluso cuando se refiere a obras y autores de su país, Corral habla desde una perspectiva y unos intereses crítico-estéticos universales.

Por todas partes aflora la condición crítica que mueve y sostiene a Corral, como intelectual y todavía a su modo académico —que no academicista—. Eso explica la amplitud y relevancia de los ‘momentos negativos’ observables en las páginas de este volumen. Alguien tiene que denunciar los estragos de la llamada ‘corrección política’ en los estudios literarios y, en general, en toda la supuesta heurística humanística. Corral dará, una vez más, un paso al frente, para advertir por ejemplo que «la corrección política permite que las instituciones más prestigiosas tengan profesores mediocres o que no han producido nada en años…». Y pone en la balanza la fuente profunda de buena parte de la crítica más visible: la sumisión a las grandes instancias canonizadoras de los países hegemónicos incluso en el ámbito cultural. En palabras del autor, «hay que admitir que la interpretación en lengua española sigue dependiendo del ‘Triángulo de las Bermudas’, es decir, de la crítica y teoría producidas en Estados Unidos, Francia y Reino Unido».

Podría pensarse que Corral se ceba con los vicios que Harold Bloom —no precisamente un santo de su devoción— denostaba en la escuela crítica «del resentimiento». Sí: el ecuatoriano arremete, por caso, contra «la santísima trinidad de raza, género sexual y clase», asumida por los adeptos de corrientes como el des- y el poscolonialismo y demás variantes de cariz pos- o antimodernista. Ciertamente, Corral reduce al absurdo las potencialidades extremistas de la descolonización, que «lógicamente implicaría no manejar el lenguaje del imperio, quedarnos en las culturas precoloniales, que no son necesariamente nuestras». Pero la negatividad inherente a toda crítica que se precie, en el caso de Corral, va mucho más allá.

No hay que perder de vista que este libro es un compendio de metacrítica; esto es: una crítica de la crítica. Por eso opera como un prontuario de impugnaciones que atañen a las más importantes dimensiones de esa derivación insoslayable de la propia literatura. Como, por ejemplo, cuando pone al desnudo las máculas de importantes expresiones del ejercicio crítico desde influyentes instancias académicas, mediáticas, de la economía editorial y del propio campo de producción literaria. Para el también autor de El error del acierto (contra ciertos dogmas latinoamericanistas), se trata de una suerte de gremio que opera en un espacio canonizador hegemónico —arraigado por igual en el orbe cultural latinoamericano (con rizomas en Estados Unidos) y en España— en el que Corral detecta un repudio fáctico a la libertad de expresión teórico-crítica, la supremacía de «un evangelio tautológico, mediante el cual solo sus opiniones deben ser expresadas y oídas», una actividad básicamente dóxica —por ende, pseudocrítica— de la que emanan «comentarios incomprensibles, mezquinos, reduccionistas…», todo ello a la vera de una limitante hiperespecialización, que con frecuencia deviene hipersensibilidad e hiperindividualismo.

También en medio del antipático y, en general, estéril zumbido de «un lenguaje que pretende estar a la moda, con términos como ‘agencia’, ‘espistema’ [sic], ‘rastro’, ‘constructo’ y otros ‘wikivocablos’ y neologismos que no son más que eufemismos altisonantes para mantener viva la jerigonza, no el sentido crítico». A fin de cuentas, esas cifras ponen de relieve una deshumanización de la cultura en curso, por mor de la cual «hoy se supone que no se puede ser sentimental». Por lo demás, ese desgajamiento de la crítica desde su nicho natural en el demasiado humano campo del arte conecta a su vez con engendros como «el modelo universitario mercantil que ha conducido a la burocratización de la erudición».

Pero los demoledores momentos negativos de la crítica corraliana vienen entreverados de notables y no menos polémicas aportaciones en positivo. Corral puede hacer valer una idea propia de la crítica literaria, en primer término, porque ha sabido constituir un ethos personal a ese respecto. Esto es algo que transparece en los textos del autor, pero también es proclamado explícitamente por él, como cuando confiesa que «personalmente, no tengo dogmas ni lealtades políticos, solo lo que creo ser convicciones morales y, por eso, cualquier intercambio me sirve para trabajar». La aclaración consuena con otra de igual nitidez y contundencia: «Mi ética siempre ha sido pluralista». Cabe entender, entonces, que Corral cuenta con lo principal para un genuina labor crítica: independencia de criterio y respeto por las tesis y obras de los demás: buenas prendas para ejercer el diálogo —a la postre, la dimensión teóricamente más fecunda de su vocación— y así trascender todo «interés individual».

Si de por sí es bastante extraño que un crítico profesional reconozca abiertamente las profundas ligas entre la ética y la crítica, lo es más aún que por ejemplo afronte el insuperable incordio y el ninguneo de los mediocres, dejando sentado que «somos lo que somos y deseamos lo mejor a los otros». Sin esa sapiencia, le habría sido más difícil a Corral asumir, sin asomo de angustia, que «no tengo pinta de sueco y el racismo nunca te deja creer en el ‘sueño americano’», así como la certeza de que «nunca seré ni he querido ser estadounidense», y la consiguiente claridad en cuanto a que en Estados Unidos «puedo escribir más y esto me interesa más, así que escribo en español, para un público iberoamericano, y hago caso omiso del anglófono». Pero lo más importante de esa conciencia ético-crítica está en sus implicaciones en el plano del juicio estético y la invención teórica. Si en algo se cifra el sentido del compromiso de Corral con un sólido ethos crítico es en la posibilidad de fundar así una severa impugnación a «la crítica mal escrita», «aquella que se obceca sobre detalles irrelevantes o hace conexiones ‘lógicas’ que son lógicas solo para ella, [que] viola expectativas sensatas, altera órdenes cronológicos, un habla que emplea los códigos operáticos de los libros de autoayuda…».

Acaso por transitar la clásica via negationis, la certidumbre acerca de lo indebido lleva a Corral a una idea clara y distinta de lo debido, en el orden de la condición crítica. Conste, de entrada —viene a decirnos el autor— que «trato de ser ecléctico, no acomodaticio, para no terminar fiándome demasiado de un enfoque o limitarme a él». Se diría que aquí el adjetivo «ecléctico» califica una disposición al diálogo teórico, una apertura a la riqueza de fundamentos que pueden generar visiones complementarias, más que contradictorias, y no mezcolanzas discursivas heteróclitas. Los referentes teóricos —siempre en algún grado heterónomos— a los que debe apelar todo crítico riguroso, en el caso de Corral no solapan ni opacan su ya señalada autonomía de criterio. Así que, según sus propias palabras, «si tiendo a alguna metodología, tendría que definirla como la que toma la literatura por lo que es, una manera de aprehender el mundo, sin creerla revelación divina o un ‘texto’ inútil intrínsecamente, que ‘sirve’ para expresar prejuicios socioculturales establecidos antes de comenzar a leer». Esas prevenciones metódicas —en firme imbricación con sus principios éticos— impelen a Corral a juzgar cada obra al margen de consideraciones relativas a «la raza, el género, la preferencia sexual o crítica» de su autor, en tiempos en que ha prosperado la tendencia opuesta.

Lo idóneo, sostiene, sería un equilibrio «entre la crítica cultural periodística […] y la más académica». En último término, ese ideal, encarnado en figuras como la de Edmund Wilson, Ángel Rama, Roland Barthes y otros, es asumido en la práctica por Corral como una «crítica viva», un modo del discurso signado por «tener una trama, contar una historia, no usar el libro criticado como pretexto para divagar en torno al ensimismamiento de los reseñadores obsesionados con ‘posición de sujeto’. Y, sobre todo, debe establecer conexiones, por insólitas que sean, y siempre tener presente la mecánica y la economía de la expresión que permiten escribir claramente: afirmación de tesis, oraciones hiladas […], relacionadas con el tema central, evidencia, análisis e hilvanar ideas, tener conciencia de ir progresando de párrafo a párrafo».

Por su parte, la fecundidad teórica del bagaje epistémico de que dispone Corral se mide por frutos como sus estipulaciones sobre una nueva —hay que subrayar este adjetivo: nueva— literatura mundial, con todo y su controvertible apuesta por la escritura de Roberto Bolaño. Lo mismo podría decirse de sus consideraciones acerca de los cánones literarios, el papel del Boom latinoamericano en el actual orbe literario y otras.

Quizá la aportación más significativa de este libro de Corral es una nítida visión integral, total, de la literatura y la crítica literaria del presente. Quien recorra las páginas de este volumen obtendrá muchas satisfacciones; tal vez la más grande sea una idea panorámica de la narrativa —sobremanera, la novelística— de mayor relieve en nuestro ámbito cultural ‘americanocéntrico’. También, por supuesto, de la condición crítica en ese mismo tiempo y lugar. Nombres de autores, títulos de obras, corrientes filosóficas, tendencias teórico-críticas, idas y venidas por las veredas del pasado y de nuestro tiempo, generaciones de escritores, efectos de los factores paraliterarios (editoriales, centros académicos, políticas de mercado literario…) en la literatura, en definitiva: una nutrida, colorida y erudita relación de la fauna y la flora en los anchurosos dominios de la escritura permite sacar en claro una imagen sustanciosa sobre la materia. Con todo, como el propio autor advierte, en la actualidad, los estudios literarios tienen varias tareas pendientes; por ejemplo: «[…] una comparación definitiva y ambiciosa de las relaciones entre la prosa ficticia escrita en inglés y la escrita en nuestras lenguas durante la segunda mitad del siglo pasado»; «una historia de los narradores como intelectuales, sobre todo, con base en sus escritos no ficticios»; «una nueva historia de la novela»…

Pero acaso hay en este libro de Corral un aporte tácito, que disputa su relevancia a sus contribuciones explícitas ya referidas. Los momentos negativos y metacríticos del discurso corraliano parecen dar cuenta de una decadencia de la crítica inscrita en un cuadro declinante de la cultura en general. La hiperespecialización de los estudios literarios, impugnada con insistencia por el ecuatoriano, es un mal síntoma, pero lo es ya la propia especialización y el prestigioso error heurístico conocido como ‘aplicar teorías’, junto con la academización de la crítica o su conversión en mero dispositivo de poder en medio de instancias y procesos de canonización intencional y sistemática (aspectos, estos últimos, en general, ausentes en el discurso corraliano).

Así pues, esta creatura de Corral abre una ventana a la visión del abismo en que se ha sumido una crítica ‘especializada’, en la medida en que se ha distanciado del ejercicio dialógico-crítico vivo, al socaire de un culto unilateral a la escritura como único canal de expresión crítica y del cuasi monopolio del sentido crítico, por parte de una suerte de casta sacerdotal que oficia, tanto en los centros académicos como en las editoriales más poderosas, en los medios de comunicación más influyentes y en las factorías de la inmensa industria cultural. De manera inconsciente, Corral efectúa ciertas operaciones típicas de quien intuye un declive integral —algo más amplio y profundo que una simple crisis de determinada disciplina o sistema con pretensión heurístico-estética—; por ejemplo: tomar el pasado como espejo de un presente demediado. De ahí las listas de sus modelos; por una parte: Erich Auerbach, Albert Thibaudet, Lionel Trilling, Rama, Barthes; por otra: Roberto Fernández Retamar, Beatriz Sarlo, su maestra Ana María Barrenechea, Christopher Domínguez Michael… Más allá de toda nostalgia en potencia, esas referencias difícilmente pueden hallar verdaderos continuadores en muchos cultores actuales de la crítica, más que bisoños, atrapados en la exacerbación de las virtualidades decadentes de una manera hegemónica de practicar los estudios literarios.

Es probable que el centro del proceso decadente en curso radique en los valores estéticos, sin menoscabo de los que entornan a estos, siendo de índole distinta. El propio Corral destaca, por caso, «la gran diferencia entre [una pedagogía ejercida por alguien como la argentina Ana María Barrenechea] y la actual, en que se infantiliza a los alumnos en todo sentido, olvidándose de que son adultos que no hay que deformar dándoles gato por liebre, como si fueran tontos». La axiología pertinente al mundo del arte y la literatura está en la base del proceso judicativo aplicado a todo objeto con pretensión estética. Es en ese plano donde parece registrarse una quiebra, un agotamiento, en el decurso de una historia que no conviene olvidar. Es obvio que hoy resultan inoperantes buena parte de los valores literarios asumidos por Hipias de Élide, Zoilo de Anfípolis, los atenienses Sócrates, Aristófanes y Platón, el macedonio Aristóteles, el Pseudo Longino, Horacio, Quintiliano y otros en la Antigüedad. Lo mismo cabe decir en los casos de Nicolás Boileau, el marqués de Sade, Samuel Johnson, Wolfgang Goethe, Gustave Flaubert, Miguel de Unamuno, Edmund Wilson, William Faulkner, Gyorgy Lukács, Vladimir Nabokov, Mijail Bajtin,
Jorge Luis Borges, Gabriel García Márquez y tantos otros.

Pero, ahora la pregunta cae por su peso: ¿Ha generado el presente valores estéticos de fuerza equivalente a aquellos que motivaron y sustentaron los mejores momentos de la tradición literaria o, al menos, ha resignificado estos? Corral desestima a Ricardo Piglia y considera que su figura está artificialmente sobrevalorada. ¿No puede decir alguien lo mismo acerca de Roberto Bolaño?, ¿no han sido infladas aposta la obra y la andadura intelectual del chileno, por instancias más bien mercantiles y de canonización ad hoc?, ¿no es evidente que Bolaño adquirió estatura de ‘gran escritor’ solo después de que pudo ser adoptado por la industria cultural norteamericana?, en fin: ¿de veras Los detectives salvajes realiza, con intensidad y profundidad, los más estimables valores de la gran novela?, ¿acaso la ambiciosa e inacabada novela 2666 está, en sus momentos más logrados, a la altura de las mejores de Tolstoi o de Balzac? Todo canon literario está sujeto a las bazas que privilegia la historia y esto vale para el último gran aluvión de creatividad y sentido crítico que conoció la literatura de habla hispana: el célebre Boom. No todos los que los usos críticos dominantes han incluido en ese movimiento tienen la estatura de un García Márquez o un Mario Vargas Llosa. Por eso, una rigurosa revisión del canon literario permitirá apreciar los alcances de la deriva decadente, a partir del contraste entre la narrativa actual y una nomenclatura en la que figuren, junto al colombiano y al peruano, todos aquellos que recrearon y regeneraron la gran axiología estética subyacente en las concreciones hispanófonas de la gran narrativa universal. Pienso en nombres como José Lezama Lima, Juan Rulfo, Julio Cortázar y varios más, lejos del mundanal ruido de las modas, el mercado y los caprichos de todo poder canonizador artificioso.

Podría ser que conviniese una resignificación de la idea integral —‘griega’— de ‘poesía’: pensar en una crítica atenta a la escritura dramática, a lo que hoy tenemos como poético, a las expresiones intergenéricas, a las narrativas que ahora trascienden el coto de la página de papel y pueden articularse reticularmente, con base en modos y medios de elocución diversos… Lo mismo podría decirse sobre el diálogo crítico inseparable de todo proceso vivo de composición estética (con lo que ello implicaría de expansión de la actividad dialógica, incluso de modo oral). En definitiva, tal vez sea la hora de una rehumanización vital de la labor generativa y crítica, en los dominios de la escritura de vocación artística, y la visión panorámica que ofrece este libro de Corral es una invitación implícita a adentrarse por tales derroteros.

Notas

* Wilfrido H. Corral, Condición crítica. Conversaciones con Marcelo Báez Meza. Crítica revisada, Antropófago, Quito, 2015, 381 pp.